INTRODUCCIÓN

Esta es la historia de cómo Viajeros con Ingenio se puso en contacto con el mundo de la navegación. No os perdáis este relato divertido, dramático y positivo.

RELATO

Tanto Tosimoh como yo nos estábamos preparando para una gran travesía, una gran aventura que acaba de empezar. A veces para expandirse hay coger carrerilla, hay que absorber la energía que requiere la activación. Eso es lo que Tosimoh y yo hicimos durante cinco meses en un remoto pueblo de la costa oeste de Suecia. El comienzo de mi primera experiencia navegando no puede ser explicada sin esos cambios poco físicos y muy emocionales entre casitas de colores, hielo y cisnes.

Llegué desorientado, perdido en el camino hacia la libertad. Llegué sabiendo sólo lo que no quería pero sin objetivos. Llegué después de otra experiencia traumática con el mundo laboral. Llegué con el miedo de no poder ser independiente, con miedo de que las jornadas de ocho horas al día de lunes a viernes encerrado entre cuatro paredes fueran el estándar rutinario. Llegué como el que huye y desesperadamente llama a cualquier puerta en busca de auxilio.

Tuve la suerte de que el miedo a la cárcel sistemática en la que la mayoría estáis encerrados sin saberlo no corrompió la voluntad real de grandes alas y un mundo a medida. La vida siempre nos da la oportunidad de quitarnos la venda aunque muchas veces seamos nosotros mismos quienes la apretamos con la excusa de la molesta luz, esa luz que contradice todo por lo que hemos luchado durante años. Pero si algo nos hace bien no hay que luchar para conseguirlo, viene sin esfuerzo.

Aunque ya con la venda quitada, aún tenía los ojos molestos por la intensa luz que supuso un gran viaje en autostop entre Barcelona y Pakistán. Pero de la misma manera que la cama atrapa momentos después de abrir los ojos, el trabajo remunerado tradicional me llamaba con una falsa ilusión de independencia y con muchos ejemplos de amigos con muchas más posibilidades económicas que yo. Pero, ¿qué amor propio me quedaría si creyera que dependo de otros entes para ser libre?

Yo creía que había decidido estabilidad y un entorno estable después de mucho ajetreo y sentimientos encontrados. La señal de que eso no era así vino a través de internet, de un correo electrónico en el que se me proponía hacerme cargo de Tosimoh, un barco de cuarenta y seis pies de eslora sin yo tener el más mínimo conocimiento de navegación.

Fui aprendiendo por insistencia del destino que yo mismo creaba inconscientemente que lo que quería realmente era aventura y que la única opción real era la de continuar descubriéndome.

Mi yo más cegato creía que también podía explorarme trabajando cuarenta horas a la semana para intereses ajenos pero cada vez que contaba a otra persona la oportunidad que apareció en la bandeja de entrada de mi correo electrónico y que iba detallándose a medida que pasaba el tiempo obtenía una bonita reacción, bonitos sentimientos que aparecían tan solo imaginando.

Por otro lado, cada vez que contaba a alguien que mi idea era empezar una carrera como ingeniero químico la indiferencia dominaba, haciéndome ver que ni para mi ni para nadie tenía interés esa posibilidad.

Con idas y venidas pero con buenas señales que iba captando de mi entorno, el día veinticinco de enero llegué al frío invierno sueco donde conocí al hombre con el que compartiría muchos momentos, el dueño de la combinación de acero, aluminio, velas y óxido que estaba amarrado a un pequeño muelle cubierto de hielo y nieve. Poco después conocí el apartamento contiguo al muelle en el que viviría los primeros meses.

Era un apartamento grande, lleno de madera, libros y muchas camas vacías. Escogí la más grande con la esperanza de que algún día la pudiera compartir con alguien.

No era tarde pero estaba oscuro. Estaba solo, muy solo. La ciudad en la que siempre he vivido o las aventuras que había experimentado fuera de ella me habían tenido tan entretenido que nunca antes había tenido la sensación de estar solo.

La soledad invadió la gran estancia en la que me encontraba. Eché a llorar.

¿Cómo podía ser que una gran aventura así me haciera llorar?” Me preguntaba en ese instante. ¡Había ido a preparar un barco para navegar por todo el mundo!

Cuando decimos que alguien es frío nos referimos a la falta de expresión de amor pero no a la falta de amor en sí. De la misma forma yo tenía la esperanza de que aunque en ese paisaje helado yo no pudiera ver el amor, estaba allí y sólo tenía que dar para poderlo recibir.

Poco a poco empecé a crear una rutina en la que trabajaba toda la semana en el barco y en la que los fines de semana cogía el coche de Patric (el dueño del barco) y salía a la ciudad donde tenía citas que satisfacían mis necesidades sexuales.

Las diferentes herramientas eléctricas de ruidos constantes eran la manera que tenía de poner mi mente en blanco. Aprendí a estar solo y llegó un momento en el que me asustaba el hecho de disfrutar excesivamente de mi soledad.

Patric se convirtió en mi único amigo y mi reflejo en mis mejores y en mis peores momentos.

En unos meses me he convertido en un manitas, en alguien capaz de reparar cualquier cosa. Y de la misma manera que se aprende un idioma he aprendido una nueva manera de vivir con mi entorno en la que yo mismo reparo y creo todo lo que necesito.

Todo era bastante estático y monótono pero yo disfrutaba de mi compañía y la inspiración me llevó a acabar un libro que empecé a escribir durante el gran viaje que me llevó a Oriente Medio.

La soledad de la que disfrutaba se vio interrumpida por una visita llena de amor y buenas intenciones. Mi madre, mi hermano y dos amigas aprovecharon mi estancia en Suecia para visitar este ya no tan frío país en abril.

Me adapté al ajetreo propio de un viaje en grupo no sin luchar contra mi ego y mis ganas de tener la razón constantemente. Disfruté mucho y cada abrazo con uno de los seres que me acompañaban esos días era una entrada de energía limpia y positiva con una gran concentración de amor.

Se fueron y volví a la soledad.

Esta vez ya no disfrutaba de la no-compañía como antes. Creía que ya había tenido suficiente y que ahora era el momento de compartir la experiencia con otra persona. Siguiendo los planes que ya estaban establecidos pero no ejecutados contacté con un chico de Girona interesado en lo que en esa remota esquina sueca sucedía.

Ferran, un chico en busca de aventura, apareció en mi vida unas semanas después y mi mundo cambió. De estar completamente solo pasé a estar completamente acompañado por una persona de emociones intensas.

Mi nuevo amigo no esperaba un lugar tan calmado, tan solitario. Tampoco esperaba tanto trabajo no remunerado y tanta exigencia por parte de Patric y mía.

Es verdad que tenemos encontronazos y nuestros egos luchan en una batalla en la que los dos pierden, pero al final del día doy las gracias por haber atraído a una persona bondadosa con buenas intenciones.

Después de varias situaciones en las que tanto él como yo hemos arriesgado nuestras vidas me he dado cuenta de que nos tenemos que cuidar y trabajar para hacernos felices y hacer de este proceso de aprendizaje algo mágico y alegre.

Creo en la ley de la atracción. Creo que si sabemos pedir correctamente la vida nos da aquello que hemos solicitado. Creo que nosotros somos los responsables de las situaciones que nos suceden a nosotros y a los de nuestro entorno. Y de la misma manera que estaba seguro que Ferran era bueno también empecé a sospechar que arrastraba, inconscientemente, una nube negra de energías sucias.

Teníamos que limpiar pero yo no era el más indicado para ayudarle pues identificaba suciedad también en las posibilidades que se hacían realidad.

No hay nada malo o bueno en tener un aura que atrae posibilidades desafortunadas pero Ferran tenía que empezar a ser coherente con la bondad tan obvia que luchaba contra todas esas impurezas.

Yo también quería asumir mi parte de responsabilidad al haber identificado una bajada en el poder que tengo de atraer lo que quiero. Si bien mi lema siempre ha sido “lo que quiero lo consigo”, en los meses anteriores a mi viaje a Suecia eso no había sido así. Quizá porque tampoco sabía qué quería, quizá porque me estaba engañando pensando que iba a sobrevivir en un trabajo de ocho horas al día de lunes a viernes.

Supongo que el dinero es goloso y llegué a caer en el error, no mucho tiempo atrás, de pensar que al decidir llevar este tipo de vida renunciaba a cifras en mi cuenta bancaria. No podía estar más equivocado ya que el dinero puede venir de la manera más inesperada. Y aunque no viniera, ¿para qué quiero dinero si lo que haría con él puntualmente es lo mismo que estoy haciendo ahora a tiempo completo?

Volviendo al tema de Ferran, él me hacía ver mis errores y cómo yo me había estado exigiendo demasiado durante los meses previos a su llegada. Cuando él llegó ésto no cambió y yo no era sólo exigente conmigo sino que también lo era con él.

El hombre que había venido a vivir una aventura se vio envuelto en un proyecto de reconstrucción de un barco poco cuidado los últimos vente años y un dueño que como yo se exigía mucho a él mismo y al mundo, en el que yo y Ferran vivíamos.

Poco a poco me fui dando cuenta de que todos los fallos que veía en Ferran eran realmente los míos y que todo el trabajo y la presión a la que había estado sometido para acabar el proyecto a tiempo me habían hecho ver un lado de mí aún sin sanar.

Es como un trapo doblado que queremos limpiar. Cuando parece que está limpio exteriormente, abrimos alguno de los pliegues y nos damos cuenta de la suciedad escondida que aún sigue ahí. La situación en la que me había puesto era como abrir uno de esos nuevos pliegues y todavía sigo limpiando.

Con mucha ilusión, durante uno de los lluviosos días de mayo en Suecia, contactamos con Berthilde, una chica francesa, mujer de mar, mujer de risas y de una energía tan arrolladora que se podía notar a través de la pantalla a través de la cual hacíamos videollamadas. La presencia de esta chica de veintidós años nos acompañó en el barco durante un mes antes de su llegada física.

Mayo pasó sin pena ni gloria hasta que el dos de junio llegó Berthilde en cuerpo y alma y su Todo se alineó con nosotros desde el princioio.

Esa alineación no pudo ser posible con el dueño del barco. Un simple cigarrillo removió los traumas de un hombre cuya madre murió ahogada por años de humo de tabaco en sus pulmones. Los acontecimientos escalaron afectando todos los seres que nos encontrábamos en la zona.

El ego de Patric no le permitía rectificar y Berthilde no podía creer la situación. Nada más llegar y después de una cerveza con poca graduación alcohólica, un hombre que no conocía empezó a cuestionar su profesionalidad y su integridad física y emocional cuando realmente el dueño de esa carencia era el hombre de cincuenta años.

Después del encontronazo, la posibilidad de que Berthilde continuara entre nosotros era baja y fue constatándose como nula conforme pasaba el día.

Patric, para compensar el fallo no reconocido, decidió darnos la posibilidad de sacarnos la titulación necesaria para llevar el barco en Inglaterra en agosto. Ferran y yo volvimos a estar solos en el barco y ahora con la responsabilidad de coger las riendas como capitanes.

No me asustaba la responsabilidad pero ahora tenía que lidiar con el corazón más sensible de Ferran y con un trauma común que no nos ha permitido buscar tripulación para el barco, aún. Para sanarnos continuamos quedando con Berthilde en la ciudad dónde buscaba un nuevo trabajo.

La quietud y la lluvia del mes de mayo fueron situaciones que cambiaron drásticamente durante el mes de junio. El buen tiempo llegó con situaciones nuevas, con emociones fuertes, con retos que superar y con la responsabilidad de no depender de nadie más de que nuestra propia conexión con la consciencia global.

Necesitábamos volver a confiar en Patric y la única manera era enfocando nuestra relación en el agradecimiento por la posibilidad que nos está dando de viajar por todo el mundo con un barco ajeno cuyas reparaciones y mayores inversiones son sufragadas.

Caía en la tentación de aparentar normalidad cuando en realidad hacía tiempo que no estaba tan dolido y que no veía a alguien con un corazón tan roto como el de Ferran.

El tiempo todo lo cura dicen, y aunque no sea fan de esta frase tal y como se plantea sí que es verdad que tantos cambios repentinos a nuestro alrededor y una experiencia tan intensa como la de los últimos cinco días de navegación nos han hecho difuminar la experiencia traumática. Por tanto, han sido los cambios y no el tiempo tal y como lo conocemos y lo usamos lo que nos ha curado.

Hoy he llamado a Berthilde mientras escribía estas líneas. Hoy he viajado a ese momento depresivo y la herida se ha abierto un poco. Con la llamada he querido normalizar la situación, ver que está bien y dejar de plantearme un pasado hipotético que inconscientemente no hemos elegido.

Los días posteriores a la partida de Berthilde fueron de trabajo intenso en todos los niveles. Tuve que controlar mis sentimientos para poder controlar mi ambiente y sobretodo a Ferran, representado en un vaso de agua lleno que no aguantaría ni una gota más de incomodidad.

La gota que iba a colmar el vaso cogía energía potencial al yo volver a la exigencia que ya había identificado como no-deseada pero que en ciertos momentos creía necesaria para poder acabar los pequeños proyectos que el barco requería para partir.

Con Ferran al límite y yo también, conseguimos encontrar esa fina linea que permitía trabajar bajo presión sin reventar y dejarlo todo. Los cinco días caminando en la cuerda floja nos hicieron buenos equilibristas pero nos enseñaron que ese no era el objetivo del viaje, ese no era el presente que queríamos.

Es por eso que yo me lo tomé como una excepción, un mal menor que tengo que asumir para tener un barco preparado y seguro que me permitiera hacer mi primera travesía. Aunque la manera seguramente no es acertada, el resultado lo fue y el barco estaba listo el día diez de junio.

Era ya por la tarde y me había pasado la mañana gestionando el todavía bajón emocional de Ferran, los cuatro proyectos que faltaban y los caprichos de Patric. El día que partimos esperaba tener más ayuda de mi entorno pero no fue así y no lo asumí como tenía que hacerlo.

Después de unas horas de malas palabras yendo de un lado al otro de mi desorientado cerebro y de duro trabajo ya estaba todo listo para partir.

Patric llegó con su equipación náutica, sábanas y nada de comer.

Le hicimos un último chequeo al barco, ordenamos la cubierta e hicimos una pequeña reunión para dejar claras las expectativas que Patric tenía del viaje.

En este momento Ferran y yo carecíamos de información. Al no haber navegado nunca antes no sabíamos las emociones, las sensaciones, los pensamientos o el esfuerzo físico que implicaba un viaje así.

Yo tenía miedo. Pero no tenía miedo del mar, de las velas, de subirme al mástil o de que el viento nos arrastrara contra mortales rocas. De lo que tenía miedo era de haber dedicado casi cinco meses a algo que quizá no me iba a gustar.

Pensaba que toda la energía que había puesto, toda mi alma entrecruzada con las estructuras metálicas del barco, mis ganas de viajar por el mundo y todas las veces que había dado las gracias por ser tan afortunado de tener la posibilidad de dedicarme a viajar, remaban a favor de una experiencia favorable a bordo de Tosimoh.

El principio de la travesía fue tranquilo, sobre aguas completamente inmóviles y entre miles de pequeñas islas que formaban el archipiélago de la costa oeste sueca. En este momento empezamos a usar los viejos mapas de papel que Patric tenía en su casa.

Aún sólo con el motor, no tenía la sensación de estar haciendo una gran travesía. De hecho, esa noche íbamos a dormir en un puerto a unas ocho horas navegando de la que había sido mi casa durante los meses anteriores.

Llegamos al puerto y atracamos fácilmente.

Fui levantado a las seis de la mañana para trabajar en el barco y dejarlo a punto para empezar la que iba a ser la gran travesía real, la navegación a vela por alta mar.

Salimos al mediodía, cuando consideramos que los vientos eran idóneos y poco después ya estábamos izando las velas.

De buen rollo, por el amor y esfuerzo que merecen los alimentos que tan fácilmente llegan a nuestras neveras y armarios, me propuse elaborar una rica comida. Después de cinco meses dedicando todos mis esfuerzos a ese velero no veía la opción de marearme.

Mientras cortaba las coloridas y artificiales verduras de supermercado recordé los viajes en coche con la familia en los que me mareaba al pasar horas frente a la pantalla de la consola del momento. Un pequeño mareo siguió a ese recuerdo.

No quería creerme que me iba a marear durante mi primera travesía. No era una opción. Era momento de poner en práctica los poderes en los que había estado trabajando durante ya hacía unos años. Los poderes que me permiten, a veces, controlar mi presente.

Mientras cocinaba luchaba contra el pensamiento que provocaba el mareo y con el propio mareo, convenciéndome a mí mismo que realmente era mi miedo a marearme la fuente del problema.

En esta lucha acabé de cocinar y serví la rica comida a mis compañeros, que entonces eran Ferran y Patric. Contentos engulleron la comida como una paloma engulle un cacahuete. A veces me pregunto qué hubiesen comido estos dos personajes si yo no les hubiese cocinado comida real. La respuesta está en el armario de las golosinas, lleno de chocolate, fritos y otros productos que me niego a que sean la base de mi dieta.

Salimos del protegido archipiélago mientras rebañábamos las últimas gotas de la salsa de tomate. Salimos de las murallas naturales de rocas protegidas por cisnes y otras aves acuáticas para adentrarnos en la naturaleza salvaje de vida encubierta, de vientos impredecibles y de ritmos marcados por olas sin consideración.

La impresión que me supuso aquella imagen se vio empañada por las ganas de vomitar que ya no me podía ocultar, que ya no podía pretender que podía evitar. Hice un último esfuerzo para que la comida que acababa de ingerir no le ganara la batalla a la gravedad. Y mientras miraba el brillante horizonte Patric vio en mi cara una situación comprometida.

El inteligente sueco sabía que yo no me encontraba bien y seguramente nos estaba monitorizando a Ferran y a mí durante todo el viaje, asegurándose de que todo estuviera bajo control.

Me ofreció el cubo más cercano y me aseguró que la situación por la que estaba pasando era normal. Acto seguido cogí el cubo y vomité el bol entero de pasta, legumbres y verduritas que con cariño y amor había preparado unos minutos antes.

El momento posterior a vomitar fue duro. Quizá había estado invirtiendo cinco meses en reparar una barco en el que no soportaba estar. Quizá toda la situación, mi relación con Patric, las idas y venidas de Ferran o el golpe emocional que supuso la pérdida de Berthilde como capitana no habían sido digeridos aún y se materializó en el episodio que acabo de relatar.

Me fui a dormir cabizbajo, dubitativo, sin saber las consecuencias que la reacción de mi cuerpo iba a tener en mi futuro más cercano, intentando dominar el ego que me comparaba con mis dos compañeros risueños después de una rica comida justo encima de la habitación donde yo reposaba.

La comodidad de la cama me hizo no pensar en nada más que en mis ganas de dormir y cuando desperté, la alegría de haber sido capaz de descansar y de eliminar las náuseas que tanto me asustaban me dieron energía para subir a la cubierta e intentar relevar a Ferran.

No muy sorprendente fue la imagen que me encontré. La misma situación por la que había pasado yo unas horas antes era el marco en el que se encuadraba Ferran. Con un cubo entre manos y Patric cuidando de él, por su boca no salían más palabras.

Se repitió la historia y ahora era el grandullón de Ferran el que estaba en apuros. Empaticé con él desde el primer segundo y supe que él, como yo había hecho con anterioridad, se estaba planteando su capacidad para realizar un viaje como el que se le planteaba. ¿Cómo íbamos a ser capaces de cruzar el Atlántico o la bahía de Vizcaya si no éramos capaces de aguantar medio día de olas de mediana altura?

Patric cuidaba de nosotros y atenuaba nuestros dolores mentales y físicos. Se comportó como un maestro, como siempre hace cuando su bipolaridad se lo permite. Doy gracias a la vida por esta media faceta del sueco que mejor conozco.

Los males no vienen nunca solos”, dicen algunos. Yo considero que el amor trae más amor y el miedo trae más miedo. En ese momento había miedo en el ambiente y éste atrajo vientos y oleaje que desafiaban nuestras capacidades de navegación justo cuando la corta noche del verano de Suecia iba a empezar.

Patric tiene mucha energía y requiere de pocas horas de sueño. Aún así, el temprano despertar, el cuidado de dos bebés de mar y el temporal que ya había empezado estaban poniendo contra las cuerdas sus altas capacidades físicas y mentales.

Cuando Ferran se despertó de su largo sueño post-vómito, Patric decidió dejarnos al mando. Ninguno de los dos novatos sabíamos qué situaciones eran normales, qué inclinación del barco era peligrosa, qué distancia de precaución debíamos tener con otros barcos, qué velocidad era idónea o qué velas desplegar y cuándo.

Yo confío en la vida. Sé que no merezco morir y sé que en este preciso momento no lo voy a hacer. También sabía que no iba a morir y que no iba a tener un accidente grave esa noche de mala mar y ráfagas aterradoras.

Ferran, menos familiarizado con la espiritualidad con la que intento ser coherente cada día miraba a su alrededor como un hámster mira a su dueño detrás de los finos barrotes de su jaula. El valiente Ferran, hombre grande, de pelo en pecho y actitud decidida, ahora mostraba su lado más sensible.

Me repetía que él no aguantaba esa situación y que si eso iba a ser “navegar” esa iba a ser su última travesía. A mí me asustaba pensar lo mismo. No tenía miedo al mar, tenía miedo a que no me gustara navegar.

Todos los pensamientos eran cortos y yo no les daba la oportunidad de desarrollarse. Cada palabra que pasaba por mi mente se borraba con el salpicar de las olas.

Las horas pasaron intentando mantener a Ferran animado y mis propios ánimos no demasiado bajos. Las horas pasaron rápido y mi cansancio se acentuaba a la misma velocidad. Cuando Patric apareció de nuevo después de su merecido descanso yo no pensaba en otra cosa que no fuera mi camita.

Vi a Patric cansado y no vi correcto abandonar sin hacer un último esfuerzo antes de que él despertara por completo y se centrara completamente en la navegación. Ferran se fue y yo no lo juzgué por eso, necesitábamos que descansara.

Descansé mientras hacía compañía al hombre en el que recaía prácticamente toda la responsabilidad del viaje. Mi cuerpo en tensión no se podía permitir más de dos minutos seguido de sueño hasta que vi a Patric confiado en lo que hacía.

Fue en ese momento en el que mi cuerpo se relajó y volvió a vomitar lo poco que había comido aquella misma tarde. Ya no podía más, necesitaba unas horas de sueño que no sabía si la navegación se podía permitir.

Las necesidades biológicas ganaron y la compañía que le estaba haciendo a Patric no era lo suficientemente importante para alejarme de la cama.

Dormí otras dos horas y nos mantuvimos aquella noche y toda la mañana siguiente haciendo turnos de dos horas de conducción y dos horas de sueño. A partir de ese momento el concepto tiempo desapareció. Estar despierto o dormido no dependía de la luz del sol.

El mediodía nos encontró en el estrecho que separa Dinamarca y Suecia, intentando dirigir el barco hacia la península escandinava y no hacia la isla de Selandia, encarando el barco hacia Malmö y no hacia Copenhague.

Aunque la consecuencia fuera el cansancio extremo, estaba feliz de haber podido superar la barrera del tiempo, de no ser consciente de la hora, de no tener momentos concretos establecidos para comer o cenar, para dormir o estar despierto…

Los primeros días fueron los más fuertes emocionalmente y ninguno de los siguientes pueden compararse con ellos. El tiempo, difuminado entre guardias nocturnas y siestas diurnas, ya no tenía forma entre bonitos paisajes y salvajes aves.

Tuvimos la suerte de tener mejores vientos, mar más bondadosa y de no vernos en situaciones en las que el colapso era una opción.

La vida, como en tantas ocasiones había hecho anteriormente, me quería mostrar situaciones adversas para poder apreciar la maravilla que es navegar, la libertad implícita en el hecho de moverse con el viento y las olas.

Hoy en Estocolmo recuerdo la aventura con orgullo. Hoy he creído conveniente contar esta historia encuadrada en una travesía por la costa sueca pero cuyas emociones pueden ser extrapoladas a muchas situaciones que nos aparecen como nuevas y que debemos gestionar y dominar.

Hoy animo a arriesgar, hoy animo a vivir, hoy animo a no tener miedo a sufrir. Hago un llamamiento a viajar hacia rincones secretos de nuestra consciencia a los que solo se llega viviendo aventuras. Hoy quiero que Nosotros vivamos. ¡Viva la Vida!