La vida en un campo de refugiados la definiría como aburrida, carente de libertad, monótona y esperanzadora. No me refiero a una esperanza positiva sino al hecho de que con la creencia de un futuro mejor, muchos solicitantes de asilo se pasan años esperando en uno de estos campos.

A pesar de que estas palabras describen la mayoría de las rutinas de los residentes en un campo de refugiados, estas cambian dependiendo del género, edad y etnia. Es por eso que en este artículo voy a intentar no generalizar demasiado.

Cuando hablamos de niños, la diferencia entre niños y niñas no es palpable. Todos ellos juegan, se pelean y aprenden por igual. No se discriminan entre ellos y las relaciones son entre iguales. En el caso de los más pequeños sí que se puede decir que hay segregación por motivos étnicos y de lengua. La mayoría de los niños y niñas solo crean relaciones de amistad con otros niños y niñas que hablan su misma lengua. Este hecho se puede entender, ya que para un niño puede ser difícil entablar una amistad con una persona con la que no se pueden comunicar.

Conforme se van haciendo mayores la diferencia entre chicos y chicas se va haciendo más notable. Muchas niñas vienen con sus hermanos pequeños, porque tiene que cuidarlos. Empiezan a ser conscientes de que su rol en la sociedad es diferente al de sus compañeros masculinos. Los chicos empiezan a jugar con otros chicos y las chicas con otras chicas.

Cuando las chicas ya empiezan a ser consideradas mujeres el cambio es radical. Ya no tienen amigos chicos, solo se juntan con otras chicas. A esta edad sigue siendo difícil encontrar grupos de amigos y amigas que hablen diferentes lenguas o sean de diferentes etnias. Un caso particular en el que me di cuenta de la dimensión de esta auto-segregación causada, obviamente, por la educación que reciben en el hogar fue la siguiente:

Estando en el espacio que reservamos para los adolescentes de 13 a 16 años, un grupo de 5-6 chicas vino. Me sorprendí ya que normalmente solamente chicos vienen al espacio reservado para los adolescentes. Allí juegan y se relacionan entre ellos. Yo muy contento por el hecho de que estas chicas se unieran y jugaran con otros chicos les di la bienvenida. Cuando vieron que había unos diez chicos jugando, les dio tal vergüenza que no quisieron entrar. Me llegaron a preguntar si podíamos cerrar uno de los contenedores solo para chicas. Nuestra respuesta fue no. Al final, cuando se estaban yendo por no poder soportar la presencia de chicos, les dije que intentaran conocer más gente alrededor del campo. Su respuesta fue que no había más chicas afganas de la misma edad.

Este ejemplo para mi ejemplifica la segregación que ellos mismos se autoimponen por motivos de género y etnia.

La cosa no mejora cuando se convierten en adultos. Las chicas se casan y empiezan a tener hijos a pronta edad. Cubren su cuerpo y prácticamente no salen de su “casa”. Su vida se basa en el cuidado del hogar y de los niños. Muchas veces, este estrés y cautiverio hace que muchas madres no sean capaces de dar el amor que sus hijos merecen. Probablemente nunca han experimentado este sentimiento, o el hecho de haberlo experimentado les ha causado más dolor que placer. No sabemos que situaciones han experiementado antes de empezar la vida en un campo de refugiados.

Los hombres tienen una vida más fácil pero igualmente aburrida y monótona. Cualquier novedad en el campo es lo más importante que ocurre en sus vidas. La mayoría de ellos nunca sale del campo de refugiados. El otro día hablando con uno de los chicos más abiertos de mente, simpáticos y con más ganas de aprender y de vivir salió el tema y me dijo que en 3 años solo había salido 3 o 4 veces, lo que me parece increíble. Para todos ellos salir del campo y pagar un  billete autobús es un lujo.

La situación económica de Grecia hace que sea muy difícil encontrar trabajo. Muy muy pocos saben hablar griego y no tienen transporte propio. El campo está aislado y muchos no saben usar un ordenador. Los campos de refugiados imposibilitan la integración de los refugiados en la sociedad. La vida en un campo de refugiados no es compatible con el trabajo.

Por si fuera poco no pueden sentir su casa como propia. Cada cierto tiempo nuevos autobuses con nuevos refugiados vienen al campo, por lo que hay que reubicar a muchos residentes. Nunca sabes cuándo será el último día que dormirás en el contenedor asignado.

Obviamente esta inseguridad e inestabilidad provocan que las peleas, las drogas o la prostitución sean el pan de cada día en los campos de refugiados. Afortunadamente, muchas organizaciones son realmente útiles y ayudan a que vivir en un campo de refugiados sea menos trumático. Hay que estar muy agradecidos a las miles y miles de personas que cada día trabajan en ellos.